JOSÉ EUSTASIO RIVERA SALAS
Soy un grávido río. Siempre he sido eso: un río que copia paisajes, un río nostálgico que canturrea por la voz del oleaje las canciones de la selva de donde vengo, de la entraña selvática donde nací.
J. E. Rivera
RIVERA EN LA VORÁGINE
El protagonista y narrador principal, Arturo Cova, desde el inicio de la obra, enfrenta múltiples dificultades que va contando en medio de progresivas crisis mentales. Cova se ve obligado a huir de Bogotá por una aventura amorosa con Alicia, la que según, el deseo de los padres, debía casarse por conveniencia. Después, fue despachada por la familia. “Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche en su escondite, resueltamente: ¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor ¡Y huimos!
Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al insomnio”.
A partir de aquí hay un gran dramatismo, en donde se evidencia la fragilidad del hombre en su enfrentamiento con la naturaleza hostil, lo que lo conduce a una lucha sin cuartel de la que sale mal librado al cabo de unos siete meses, tiempo durante el cual ocurren dieciseis crímenes, catorce muertes por otras causas y sinnúmero de personas que desaparecieron en medio de incendios, animales feroces, lluvias y una selva intolerante y confusa para quienes osan desafiarle sus entrañas.
Es una evasión voluntaria, con un Cova rechazado, ambiguo y contradictorio, que encarna el modo de ser y las reacciones de su creador; que cuenta una extraordinaria y apasionante historia de amores, explotación, esclavitud y asesinatos, y una compleja relación del hombre con la naturaleza a comienzos del siglo XX, en lo profundo de la selva amazónica que culmina con la frase final de la obra ¡los devoró la selva! Rivera se encarna en su personaje, el Cova que habla es el Rivera que reprocha a quienes lo han degradado, lo que hace con seguridad y convicción, porque presupone contar sucesos ocurridos en su vida, entre ellos los distintos rechazos de que fue objeto. A los doce años fue expulsado del Colegio Nacional Santa Librada de Neiva. A los 14 años, los hermanos Moristas del seminario de Elías, (Huila) tampoco lo soportaron; más tarde dice Rivera: “Me barrieron de un Sotanazo”, al referirse a la objeción que hiciera monseñor Esteban Rojas a su nombre, cuando le ofrecieron una curul en la Cámara de Representantes.
Cova entra, a través de sus disquisiciones y sueños, en un mundo fantástico, en ambientes desconocidos, en conflicto con sucesos “realizados” e “irrealizables”; es lo que le pasa en su sueño de “La Maporita” con su guía, don Rafo. El horror que es la selva, es a la vez símbolo de una sociedad descompuesta, en permanente pugna de frente a los ojos del lector, donde se engaña con falsas promesas, incluso por parte de los mismos gobernantes, lo que trae como consecuencia un total abandono y barbarie del Estado, lo que refleja desconocimiento del mundo selvático, donde el paisaje ha sido descrito delicada y minuciosamente en el diario de Cova que es lo mismo que decir Rivera; en donde los peligros, al contrario de lo que parecía, no provienen sólo de animales como tigres, serpientes y demás alimañas, sino del propio hombre y los insectos que producen fiebres, las hormigas carnívoras que devoran rápido a la víctima, los caimanes, peces feroces y la desorientación en ese mundo espantoso y confuso: la selva. “No, compañero, ni se lo sueñe. Quizás algunos podrían marcharse, pero pagando, y no tienen medios. No saben el por dónde; el cómo, ni el cuándo. “Mañana mismo” ¡Ese es un adverbio que suena bien! ¿Y el saldo, y la embarcación, y el camino y las guarniciones?. Salir de aquí por quedar allá, no es negocio que pague los gastos, muy menos hoy que los intereses sólo se abonan a látigo y sangre”.
Cova es fuerte y frágil, su forma de pensar y actuar dejan ver un hombre en permanente conflicto, pero de una característica especial, sueña a quedarse a vivir en medio de la furia de la natura. Montserrat Ordóñez, señala: “La forma como Arturo Cova describe su permanencia en el bohío y sus relaciones con los indígenas no deja duda sobre su mentalidad de arrogante conquistador, ciego a lo que no sea su propia cultura. Como en las mejores crónicas de la conquista, lo que revela sobre sí mismo es mucho más significativo de lo que capta y puede revelar sobre el otro. A este otro, Cova se le acerca cargado de prejuicios y se alejará sin haber cambiado ni aprendido nada. Su ganancia es la del conquistador: logra deslumbrarlos y engañarlos, probándose a sí mismo, de esta manera, la exactitud de lo que para él son juicios y no prejuicios. Su visión es parcial, incompleta, deformada, pero se presenta en la obra como la voz de la justicia y de la verdad...” Manual de literatura colombiana. T. I. p. 476.
La selva es el elemento fundamental de la obra, a la que Rivera le da vida y la convierte en un ser dinámico y victorioso, cómplice del hombre, al que encubre en sus entrañas, refugiándolo, para protegerlo de los crímenes, pasiones, robos y cuanta crueldad se presenta en el destino trágico de cada uno de los protagonistas; es donde los personajes cumplen una peregrinación trágica a través del medio que los domina: la naturaleza que devora al hombre. La trama psicológica es tratada en forma paralela; en la primera parte de la obra sobresale el manejo psicológico, y en la segunda, la trama telúrica, lo que se aprecia en: El primer punto de contacto ocurre en los llanos, eso es predominio psicológico; el segundo punto de encuentro se da en la selva; eso es predominio telúrico. Esto significa que en los llanos se puede vivir, la naturaleza entra en conflicto con el hombre, por consiguiente, es allí donde surgen todas las pasiones. En contraste, la selva es un ambiente hostil donde es difícil, casi imposible de sobrevivir; la selva se vuelve agresiva con el hombre, al punto de colocarlo al borde del exterminio para terminar transformándolo. El paisaje, la naturaleza, son autónomos, y terminan por imponérsele al hombre. Así, la selva es antropomorfa y mítico–maligna, lo que expresa Rivera en: “Selva profética – ¿Cuándo habrá de cumplirse lo prometido”?.
La escritura de la novela es triangular, en donde cada una de las partes va precedida de una obertura dedicada a los tres temas básicos de la obra: El amor (Arturo Cova – Alicia), La naturaleza (infierno – selva) y la explotación de los caucheros (explotadores y esclavos). Otros elementos como: la cordillera, los llanos y la selva corresponden, en su orden, al paraíso, purgatorio e infierno, aspectos que tienen sentidos muy sugestivos, reflexivos y emotivos de nuestra identidad cultural.
En la medida en que Rivera se introduce en la obra y en la selva, al narrar en primera persona, refuerza la teoría de las vivencias que le sirve para reencarnar a Arturo Cova, lo que está expreso en el comportamiento de sus compañeros de aventura : Clemente Silva, El Pipa, Helí Mesa, Alicia y Ramiro Estévez, quienes viven esta dura experiencia, por lo mismo La Vorágine, lo que hace es trasladar la descomposición de un lugar a otro, pretexto con el cual el autor da a conocer y denuncia una serie de hechos, llevados a cabo por extranjeros en su propio territorio, lo que hacía que los nativos fueran extraños en su propia patria. Esa descomposición social es la que señala Jorge Guebelly, cuando dice: “El tal Barrera – dice Helí Mesa – se robó esa gente y se la lleva para el Brasil, a venderla en el río Guainía. Sobre Griselda y Alicia: - Lo que sí le garantizo es que valen algo y que cualquier pudiente dará por ellas hasta diez quintales de goma. En eso lo ayudaban los centinelas. Transportado por la fiebre de la cantidad, todo le resulta válido: el bandolerismo, el cinismo, la traición, la sagacidad. Accede a todas las estrategias, por más deshonestas que sean, con tal de llegar a su altura infectada “. Tentativas de Sacralidad. P. 54.
LA VORÁGINE
(Fragmento Cap. III)
¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses.
A mil leguas del hogar donde nací, maldije los recuerdos porque todos son tristes: ¡el de los padres, que envejecieron en la pobreza esperando apoyo del hijo ausente; el de las hermanas, de belleza núbil, que sonríen a las decepciones, sin que la fortuna mude al ceño, sin que el hermano les lleve el oro restaurador!
¡A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo, sentí deseos de descargarla contra mi propia mano, que tocó las monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime, y ha vacilado en libertarme de la vida. Y sin pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor!
¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incolmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? ¡Nuestra madrastra fue la pobreza, nuestro tirano la aspiración! Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!
¡El que logró entrever la vida feliz no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia, halló el desdén; el que soñó la esposa, encontró la querida; el que intentó elevarse, cayó vencido ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas!
¡Quise hacerle descuentos a la ilusión pero incógnita fuerza disparóme más allá de la realidad! ¡Pasé por encima de la ventana, como flecha que marra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer! ¡Y a esto lo llamaban mi porvenir!
¡Sueños irrealizados, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisiérais avergonzar? ¡Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer!
¡Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel! Como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por muros ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo al sol que ilumina la playa opuesta, a donde nunca lograremos ir! ¡La cadena que os muerde los tobillos es más piadosa que las sanguijuelas de estos pantanos; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar!
EL HOMBRE QUE FUE RIO
Soy un grávido río. Siempre he sido eso: un río que copia paisajes, un río nostálgico que canturrea por la voz del oleaje las canciones de la selva de donde vengo, de la entraña selvática donde nací. Golpeo suavemente contra las rocas y hago una espuma menuda y liviana. El sol gusta de mi espuma y se pone a navegar en ella perseguido por un águila y yo gusto del sol y del águila. A veces asombro los altos montes que me rodean, que se pierden en las nubes, con la vorágine de mi trueno y el turbión de mis aguas; pero más tarde me aquieto, me dulcifico en remanso a la orilla de los guaduales, me purifico a la sombra de las plataneras, y espero el abrazo de la noche. No temo el frío porque habrá una estrella que me acompañe, que me caliente mientras boga en mis aguas.
Siempre he sido río. Un río que da de beber y de pescar, que corre y se detiene y vuelve a correr y a detenerse. Sí, siempre he sido río por vocación. Y por triunfo, porque en mi casa se oponían a que fuera río. Querían que fuera otra cosa, cualquier cosa, multitud de cosas, pues ni se habían puesto de acuerdo sobre mi porvenir. Mis dos tías, tan buenas y tan episcopales –ha de saberse que tengo un tío obispo -, me tenían destinado al sacerdocio y estoy seguro de que alimentaban el secreto anhelo de ser tías del Romano Pontífice. Mi padre, en cambio, me quería doctor en leyes. Un abogado suyo, de bolsillo, que ganara aquellos interminables pleitos de linderos que siempre perdía; y que siempre reiniciaba con nuevos argumentos porque así se lo aconsejaba el doctor Manrique, explotador miserable, y porque valga la verdad, los pleitos se habían vuelto su vicio y la razón de su vida. Mi madre, que sufría en una cama escoltada por una curiosa mezcla de medicamentos modernos y remedios caseros, esperaba que yo fuera médico. Yo y sólo yo, habría de curar sus dolores entre reales e imaginarios. Un hermano de mi padre que había sido consejero municipal y que se sabía un discurso sobre el 20 de julio, aspiraba a que yo fuera diputado, congresista, ministro y presidente de la república, continuando una generación de políticos cuyo tronco, desde luego, era él. El más tolerable de todos era mi abuelo. Hizo la campaña de los mil días y tenía una memoria envidiable o una imaginación prodigiosa. De sus labios llegué a saber todas las acciones importantes de guerra, y siempre terminaba con esta admonición: no seas pendejo mijo, no hay como la milicia que no requiere estudio sino tantica suerte y algo de valor. Enseguida estás palante, grado arriba. Fíjate en mí que apenas tuve escuela y llegué a coronel. Pero nada me doblegaba. Nada podía conmigo, con mi vocación de ser río. Me tuvieron seis meses en un sanatorio, y me dieron de baja con una carta del director. El muchacho no está loco, decía, apenas me parece un poco poeta y hay que dejarlo porque eso tiene remedio. Bendito médico. Sí, eso soy: un poco poeta, un grávido río.
Nota: El Hombre que fue río fue descubierto en los papales inéditos de José Eustasio Rivera en 1956, por el escritor e investigador Camilo López García, escrito en prosa y versificado por el propio Rivera en el soneto que sirve de prólogo a Tierra de promisión.
TEXTOS SOBRE JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Entrevista con el periodista Roberto Liévano, publicada en El Gráfico el 20 de abril de 1918.
El espíritu cordial de Luís Eduardo Nieto Caballero ha reunido en los comedores del Gun Club hasta una quincena de amigos, con el objeto de despedir a José Eustasio Rivera. El poeta ha de salir al día siguiente para los llanos orientales en una larga peregrinación. Un llanero de esos que apacientan sus bíblicos rebaños en la llanura interminable, y que en la hora de la siesta, al vaivén de la hamaca, suele entregarse a la lectura de los periódicos y folletos que llegan de la capital, dio de manos a ojos con una tesis doctoral – Liquidación de las herencias – que un amigo lejano le enviara. El llanero confrontaba por entonces un ruidoso litigio, alrededor de ese mismo tópico, y el folleto le vino de perlas: lo leyó, lo releyó, y al cabo llegó a convencerse de que lo que mejor podía hacer era encargar del pleito a quien con tal profundidad había comentado las Institutas y el Digesto. He aquí por qué José Eustasio Rivera – que es también un abogado de talento – emprende ahora una romería hacia la tierra de promisión.
Mientras en la mesa – que presiden Rivera, Maximiliano Grillo y Tomás Carrasquilla – las charlarías se inician regocijadamente, yo evoco la aparición triunfal del poeta en la escena literaria. Fue también en un ágape fraternal, con que los intelectuales de Bogotá despedían a Víctor M. Londoño, nombrado con raro acierto Secretario de la Legación que hoy está a su cargo ante el gobierno venezolano. La musa de Rivera salió a plena luz, en aquella tarde magnifica, como Minerva de la cabeza de Júpiter: armada ya de todas las armas. Tan sólo volviendo los ojos a un pasado ya lejano de nosotros, podría hallarse, en Isaacs, antecedentes de una más repentina aparición en la literatura, seguida luego de un tan rápido ascenso y coronada después por un éxito tan sólido y tan franco. Y si comparamos las dos épocas: aquella rebosante de noble ingenuidad, no escatimadora de aplausos, pródiga en eficaces alientos; y ésta en que nos ha tocado vivir más complicada y suspicaz, avara de estímulos, hemos de reconocer una diferencia necesariamente favorable a quien, dentro de la más absoluta y auténtica modestia, ha sabido imponerse al desdén y ha logrado que se le considere, con rara unanimidad, como al poeta nacional, como a nuestro poeta.
Entre tanto, la pirotecnia verbal de los comensales incendia el ambiente amable y tibio : ya es un soneto fastuoso de Rasch Isla, o unas décimas pensadas por el corazón de Raimundo Rivas, o un ático remember de Güell o de Manrique Terán, o un oportuno comentario de Luís López de Mesa. Gustavo Santos y Torres Pinzón comentan todavía, en voz baja y discreta, los bellos sonetos con cuya recitación nos acaba de regalar Luís Alzate Noreña, - el amigo íntimo de Rivera -, quien se nos ha revelado como un poeta suave en esta noche que para él es de epifanía. En un extremo de la mesa Luís Cano finaliza con un gracejo alguna (epatante) ocurrencia de Carrasquilla, y Grillo sonríe finamente, y los hermanos Nieto Caballero – esos espíritus gemelos en la Bondad y en la Belleza – rivalizan en que para cada asistente las horas transcurran con suavidad de ensueño.
Mientras aletean los versos y revuelan las abejas del epigrama, yo interrogo al poeta:
• ¿Cuándo publicaste los primeros versos?
• En 1911, en el periódico Sur América. El doctor León Gómez, su Director, hizo la presentación de ellos en un suelto de amabilidad exquisita.
• ¿Ya para entonces preparabas “Tierra de Promisión”?
• Si la idea de ese poema la había concebido en años anteriores, en el Tolima, durante el curso de un viaje. La visión de un toro que sobre una peña atalayaba la llanura, fue la impresión primordial. Inmediatamente vi, interiormente, el conjunto de mi obra.
En ocasiones anteriores el poeta me ha hecho confidencias sobre su poema. En él – por medio de los sonetos que todos conocemos y admiramos – se describe un viaje a las regiones del sur de Colombia. Estará dividido en tres partes: La selva, La llanura y Las cumbres. La magnificencia de la obra, tal como Rivera la ha recitado en momentos de inolvidable intimidad, da la sensación de un collar cuyas perlas fueran engarzadas en el hilo áureo de un íntimo pensamiento: el que glorifica y exalta a la tierra maternal.
• ¿Cuántos sonetos integrarán la obra?
• Hasta ahora tengo listos ciento sesenta y ocho, pero al recogerlos algún día en tomo sólo publicaré una centena. Acaso puedan parecer demasiados: ¡pero el asunto es tan vasto y tan múltiples los temas que me asedian! Por lo demás esa selección sólo puede ser tarea para el futuro: yo no creo haber hecho hasta ahora nada definitivo. La obra realizada la considero apenas como labor de gestación.
• ¡Apenas en gestación! ¿El poeta se desconoce o pretende asumir una pose de ingenua modestia? La sinceridad de sus procedimientos lo ponen a cubierto de esta última sospecha. Pero sin ser llegada la hora de que se analice el entusiasmo de algunos por alinderar nuestra poesía dentro de los límites únicos de “ americanismos” o “criollismo”, sí sea el momento de revaluar la eficacia con que Rivera se ha internado, llevando el hacha de oro de su verso, en la selva americana, para descubrir a nuestros ojos atónitos el panorama apenas sospechado y volver luego, nuevo conquistador, con sus trofeos : pintadas pieles de jaguar, albas plumas de garza y parásitas inverosímiles.
Pero acaso no sea el exotismo de su obra, presentado en magníficos sonetos que a menudo recuerdan la frase huguesca: “¡Venid huracanes a agitar mis alas”; acaso no sea ese exotismo, en cuya interpretación hay un verdadero derroche de fuerzas imaginativas y verbales, el que apasione mi fervor de una manera más definitiva. Me place más y me cautiva en forma seductora la plácida menara descriptiva, en que Rivera es insuperable, acaso porque, como se ha observado, de igual manera que en Física, existe también una ley psicológica de gravedad que nos adhiere al terreno nativo. Y tal vez sea que acontezca con el paisaje lo que con la mujer, cuya imagen es más hermosa que la realidad misma por el ensueño que sugiere, lo cierto es que en las descripciones familiares de este poeta encontramos toda la belleza recóndita que nuestros ojos profanos miraron sin ver, y que ahora nos subyuga encantadoramente. Por eso lo comprendemos mejor que cuando nos muestra al cóndor o al boa – insufribles ya en Chocano – cuando nos deslizamos en su piragua sobre la dócil superficie del río; cuando nos sentimos acariciados por la brisa serrana o bronceados por el sol; cuando aspiramos el matinal aroma de la pampa, sonora de vacadas, y en la siesta – a la piadosa sombra de un árbol – escuchamos la cigarra estival, y por las tardes miramos extenuarse la luz entre un silvestre arrullo de torcaces … Y lo comprendemos mejor porque Rivera, como Jammes, canta todo esto ingenuamente, con palabras aprendidas en el paterno hogar, sin emociones postizas o afectadas, en lenguaje huérfano de artificio, a veces con rurales modismos o rústicas voces que nos comprueban cómo no hay un lenguaje esencialmente poético sino poetas que ennoblecen el vocablo.
Yo amo en Rivera, por sobre todo otra cosa, la sinceridad. En sus cantos no se ha limitado a seguir el ejemplo del abate Delille:
Moi, dans mon cabinet, j’apprend tout sans rien voir.
No. Su honradez literaria no se compadece con esa superchería. Casi todos los sonetos de su poema fueron vividos. El, desde su niñez, había sentido a la tierra próvida palpitar contra su corazón. Allá, en su cálido valle nativo, respiró a pulmón pleno y a plena alma el hálito embalsamado de las vegas, rimó sus primeros sueños con la música del río, adiestró su juventud pujante en varoniles empresas; y más tarde, al sentir la germinación de su vida interior, el mismo ambiente campesino afinó su sensibilidad. Reconoció que en todas las cosas, por insignificantes que parezcan, se esconde siempre una posibilidad de poesía; hizo su alma fluida y transparente para mezclarla y confundirla con la esencia imponderable de las cosas; y se llegó, para interrogarla, al alma sellada del monte; y sorprendió a la Naturaleza desnuda en su misterio.
El ágape toca a su fin pero las charlas son cada vez más vivas, más bulliciosas. Con dificultad logro obtener nuevas respuestas del poeta:
¿Cuáles son tus predilecciones literarias y cuáles los autores que de modo decisivo han influido sobre ti?
¿Influencias? No creo haber recibido ninguna. En cuanto autores dilectos, mi preferencia indiscutible, a pesar de los siglos y de las escuelas, está toda por Homero, cuya Iliada he leído once veces.
• ¿Hay entre tus recuerdos literarios alguno que guarde para ti especial interés?
Rivera vacila durante un momento y responde:
• Interesante propiamente, ninguno. Sin embargo, hay un episodio que recuerdo en toda su primitiva frescura: el de mi primera entrevista con el señor Caro. Estudiaba para entonces en la Escuela Normal Superior de esta ciudad, y mi profesor de retórica, el Hermano Luís Gonzaga, resolvió llevarme un día, “con el azul cuaderno bajo el ala”, a casa de don Miguel Antonio. El mismo salió a abrirnos y sin insinuarnos siquiera la entrada escuchó desde el portón el objeto de nuestra visita.
• Vean ustedes, contestó en seguida, absorbiendo al mismo tiempo su rapé tradicional : yo tengo muchas ocupaciones y, sobre todo, cuando quiero leer verso leo a Virgilio …
• … Esto no fue óbice para que más tarde, al conocer algunos versos míos de esa época, el señor Caro me escribiera una carta de elogio que aún conservo y en la cual muy amablemente me invitaba a su casa.
¿Qué procedimiento adoptas para trabajar?
• El de no escribir nunca nada. Todos mis sonetos los ideo y los pulo de memoria. Esta labor no me impide ejecutar, entre tanto, diversos menesteres. Otro tanto me acontece con los ensayos dramáticos: de los ocho que he trabajado, todos en verso, uno apenas, “Juan Gil” lo escribí con el objeto de leerlo en las tertulias de la revista Cultura.
Ha llegado la hora de los adioses. Voces conmovidas despiden al poeta; brazos fraternales lo estrechan. Luego, nos dispersamos, como en la vida…
Yo me alejo pensando en la obra fecunda de Rivera y en la que aún nos reserva su espíritu facetado y múltiple. Tan pronto como haya publicado “Tierra de Promisión”, su sabia técnica del verso se encauzará en la poesía lírica. Después ensayará la crítica, que también parece interesarle. Y colocados esos nuevos jalones en su carrera artística, se consagrará definitivamente a lo que llama su vocación evidente y apasionada: al teatro. El confía en que toda la labor realizada no valga lo que una sola de aquellas obras futuras.
Aplaudamos su optimismo y esperemos confiados los frutos de esa sana y lozana frondosidad. En todo caso, ya él lleva un anticipado premio viviendo su vida en belleza, porque – después del Amor – el Arte es lo único interesante sobre la tierra. Y aplaudamos este optimismo, que es justificado y consciente, a pesar de lo que digan que una vez encontrada la senda de la gloria – que ya Rivera halló – no debe abandonarse. Poder es deber. Y, sobre todo, es preciso no poner en olvido que Cyrano de Bergerac conocía nueve caminos para ir a la luna…
CARTA DE HORACIO QUIROGA A JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Libros nacionales
El célebre escritor argentino Horacio Quiroga dice que “La Vorágine” es el libro más trascendental que se ha publicado en América.
De una carta que con fecha 4 de mayo de 1927 dirigió a José Eustasio Rivera, desde Buenos Aires, el eminente cuentista Horacio Quiroga, cuyas obras son tan aplaudidas en castellano como en inglés, y quien goza hoy de merecido renombre entre los yanquis, tomamos estos párrafos:
“Con una alegría extraordinaria leí “La Vorágine”, su formidable novela, que es el libro más trascendental que se ha publicado en el Continente. Usted comprende muy bien que un libro de nuestra Sur América no es de las cosas que más tientan, por lo general. Yo no tenía ninguna idea de usted, pues ni siquiera conocía el artículo que le dedicó nuestra “Nación“. Tremenda sorpresa experimenté al hallar en su obra tan grande epopeya y en descubrir en usted un hermano con gustos tan similares acerca de la Naturaleza. No se puede dar una impresión mayor de ambiente, de fuerza y color que la lograda por usted con el juego de sus endiablados ríos y caños.
Ojala, compañero, podamos ponernos un día al habla. No olvide si lo tiene a bien, informarme de cuanto pueda sobre la realidad personal, motivos y finalidad, que pueda haber invisible en “La Vorágine”. Hace tres días, desde que concluí la lectura de su maravillosa obra, que no logro sacarme de la cabeza a Arturo Cova y a sus compañeros, a la selva, a las hormigas terribles, al Guanía, al Isaua, al Inírida y otras novedades de este jaez. No ignorará usted que cuanto por aquí sabemos de la hidrografía de Colombia y de su frontera sudeste, es que existen el Magdalena, el Cauca, el Meta, el Guaviare y el Atabapo. Gracias a usted, que nos ensanchó su horizonte patrio. Lo de que el Río Negro se llame también Gainía, es maravilloso, y para hacer gozar de tantas maravillas no se necesitan los geógrafos existiendo un épico tan encumbrado como usted.
Confiando en que la distancia no nos aisle, le envía un fuerte abrazo su compañero y admirador.
Publicado en El Espectador el 6 de diciembre de l928.
CARTA DE JOSÉ EUSTASIO RIVERA A MIGUEL DE UNAMUNO
REPÚBLICA DE COLOMBIA
Ibagué, Octubre 1º. De 1910
Señor D.
Miguel de Unamuno
Salamanca
Estimado Señor y gran poeta:
En un número que envío a Ud. de la Revista “Tropical” hallará un Canto a España que he tenido la buena idea de dedicar al sabio y famoso Rector de la Universidad de Salamanca, como una débil ofrenda de admiración y de simpatía. Ojala que para él mi oda tenga algún mérito que dispensa la osadía de tal dedicatoria; ojala que sea conocida de los intelectuales de por allá, pues si no alcanzará significación por su valor intrínseco, al menos dará muestra del desbordamiento de cariño sentido aquí por la Madre España en los días en que se rememoraban las hazañas de la Independencia.
Ruego encarecidamente al noble escritor cuyo nombre consagra mi oda, que sirva aceptarla, y me favorezca con su correspondencia, pues si es verdad que la luz debe buscarse de la mayor lumbrera, mi exigencia se basa en algo; además yo necesito mucha luz, un buen guía que me sepa conducir a la Cumbre de la Fama, donde reparte lauros la Gloria.
Desde hoy su hijo en el ideal:
José Eustasio Rivera
ORÍGENES DE LA VORÁGINE
José Eustasio Rivera, señaló los orígenes de La Vorágine en carta dirigida a los señores Elías Quijano y Guillermo Arana, resaltando algunas vivencias con las que alimentaría su obra. Todo lo comentado sucedió, pero lo significativo es la forma de plasmar los hechos que empezaron a ser parte importante de su legado literario, al que incorpora de manera precisa las imágenes, sin soslayar la naturaleza agresiva y esquizofrénica, a la vez que establecía las diferencias con las pesadillas de sus desafortunados y misteriosos personajes, sin esperanzas, sumergidos en un mundo violento bajo las sombras de la selva. Esa gran mezcla es parte del conjunto, a veces difuso, otras veces penetrante, donde el narrador observa y cuenta su visión y su conciencia del medio en que está sumergido, a pesar de que el escritor no está obligado a probar nada porque esa no es su misión, sin embargo, como gran observador, de manera precisa hila la naturaleza y el hombre, de ahí su fascinante fuerza poética. Por considerarla de extraordinario valor documental, reproducimos el documento referido.
Bogotá, febrero 22 de 1916
Señores
Elías Quijano y Guillermo Arana
Cali
Queridos amigos:
Estas líneas, escritas de prisa los noticiarán de mi regreso de los Llanos, y al mismo tiempo les expresarán mi cordial agradecimiento por el amable telegrama de cumpleaños que se sirvieron dirigirme. Yo no olvidé en su fecha a Elías, pero aún me hallaba en la inmensidad de la pampa salvaje, lejos de las oficinas telegráficas y apenas pude recordar en su día al amigo ausente.
Imposible relatarles ahora todo lo que experimenté en aquellas soledades agobiantes, melancólicas, y fuera de ser infinitas y monótonas por lo imponentes. Desde que el viajero remonta el último estribo de la cordillera oriental, ya al descender a Villavicencio, presiente la enormidad del paisaje hasta en el aire que respira, pues como a Heredia, le acontece que a través de las distancias inconmensurables absorbe su nariz el olor penetrante de las resinas y de los pajonales onduladotes: de repente al sesgar una quiebra, halla la inmensidad ante sus ojos, vasta, colosal, infinita. El panorama tiene por límite el horizonte, y desde el nacimiento de la serranía se ven las curvas de los grandes ríos salvajes, como si alguien hubiera tenido el capricho de ponerle a uno bajo sus ojos un tablero que tuviera toda la perspectiva del Llano: el Guayuriba, el Ocoa, el Guatiquía, el Humadas, el Meta se ven salir a la llanura y perderse luego a una distancia de más de sesenta leguas, bajo las brumas del límite desconocido. A trechos se perciben las grandes cejas de montes que cruzan en las planicies desiertas, tan planas como un billar, y el ojo adivina en los pequeños puntos movibles que manchan el aire, la ondulación perenne de las palmeras sagradas.
Más allá de Villavicencio, población importante de calles empedradas, de luz eléctrica y acueducto, se extiende una selva de más de 30 kilómetros de anchura, que va desde los ejidos de la población hasta el linde de los pajonales pequeños. Ese monte virgen, tiene toda suerte de fieras, y en muchas partes es completamente desconocido. Mientras lo atravesaba una mañana, cuando me dirigía con mis amigos cazadores al lejano Humea, vi repetidas veces las manadas de chigüiros y dantas, que huían por el camino, delante de nuestras cabalgaduras, sin hacer mayor caso de los disparos de mi escopeta, que rindió dos chigüiros enormes. Mis compañeros, tan cazadores como yo, seguían impasibles diciéndome: espera que salgamos al Llano.
Ah, eso es algo indescriptible. Las palmeras enormes suben los pajonales talludos y altísimos, y donde la llanura ha sido quemada se ve en una distancia hasta de ocho o más leguas el retoño verde, tan tierno como los arrozales recién nacidos, en donde pastan los venados de “enramadas testas” en grupo de cuatro o más pares. Por el aire vagan los guacamayos charladores y loros reales, negros, blancos, verdes, rojos, amarillos, cremas, y en los esteros pasean garzas de toda pluma, patos semejantes a los gansos caseros, y el cogitabundo garzón soldado, de estilo rojo y plumaje blando, que parece a distancia un hombrecito que tuviera bañándose a la orilla de las aguas inmóviles.
Cada caño, nombre que los llaneros dan a los grandes ríos, tiene una ceja de monte de cuatro o más leguas de anchura, pero las hay de pocas cuadras también. Allí toda clase de maderas “tiene su asiento”. ¡Pero qué asiento! Hasta 17 metros de diámetro miden los troncos de algunas ceibas y cariocares. ¡Qué árboles para tener cepas tan colosales! Bajo aquellos montes se puede andar de a caballo, tan limpios y parejos son; pero en partes la maraña es tan intrincada, los guaduales son tan tupidos que sólo dan refugio a culebrones enormes, a los lagartos y a las hormigas. Puede uno garantizar que nunca han recibido aquellos parajes ni un solo rayo de sol. Los perros les temen, y los cafuches y zaínos no se atreven a penetrarlos aunque se vean acosados por la jauría.
El paisaje es monótono, pero tiene a veces la llanura detalles bellísimos: palmeras de distintas clases se balancean eternamente, ya formando calles de varias cuadras de largo, ya distribuidas simétricamente alrededor de plazoletas enormes, que tienen en su centro un estero, zarco como una pupila, vigilado por parejas de garzas. La serranía, que se extiende desde San Martín hasta el Orinoco en cosa de 600 leguas, está formada por millones de cerritos cuya altura mayor alcanza a cuarenta metros. Estos cerritos de forma cónica y de cúspide planas, están tapizados por gramales de distintos colores, o son de arena gris, roja, negruzca, y están rodeados por otros tan pequeñitos que sólo contienen en su plano superior un pocito de agua o un par de palmitas. Y se ven los conos, aquí, allá, al norte, al oriente, y por sus bases rueda a veces un arroyo saltador y lleno de espumas; y es frecuente encontrar entre ellos altas planicies, de varias leguas de largo, redondas como un circo y encerradas por las palmeras, con sus cerritos a los extremos, en forma de torres que hacen pensar en fortalezas y castilletes de civilizaciones extintos. Sus únicos habitantes son los venados, los pumas y el tigre, las águilas, los patos y los garzones. El ambiente es tan silencioso que hace dar miedo; la Serranía tiene 180 millas de ancho y el que se aventure a explorarla, se pierde irremediablemente, porque todos los parajes son parecidos, y según la elevación de cada morrito, por un fenómeno inexplicable, cambia la perspectiva del horizonte. Sé de algunas expediciones de botánicos alemanes que se internaron en la Serranía y que no volvieron a salir jamás.
La hacienda de Barrancas, a dos jornadas de Villavicencio, de propiedad de los Vásquez, mis compañeros de cacerías y anfitriones muy amables, estaba habitada por Rubén Vásquez, Montoyita (q,e,p,d.), una mujer y dos muchachos. La vecindad, lo que los llaneros llaman la vecindad queda a cosa de 15 leguas y es una fundación menos poblada que Barrancas. Hay vecindades de más de cuarenta leguas. Barrancas tiene más de 7.000 reses en las llanuras aledañas, que pastan a uno o dos días de distancia. Todo individuo anda a caballo por las sabanas, y aun por los montes; la vestimenta consiste en un calzoncillo ancho y mal abotonado y en una camisita ligera. Algunos, en vez de sombrero se amarran la cabeza con un pañuelo colorado. Para andar entre los pajonales se forra uno las piernas con un bayetón y a veces sucede que las enormes culebras salen colgando de él, enredadas por los colmillos en las motas de lana. Yo adopté aquella vestimenta y anduve descalzo porque mis botines se me quedaron enterrados en un zural desde el día siguiente al de mi llegada. Los zurales son enormes acueductos, acequias hondísimas cubiertas de pajonales que se cruzan en todos sentidos. Esa trabazón de canales se extiende en dos, tres o más leguas, y ay! del que caiga en uno de sus canjilones. Bajo los pajonales hay aguas podridas donde medran las boas, los guíos, las macarelas y los sapos, tan grandes como un cojín. Quemado el pajal, queda al descubierto la red de acequias que se pierden de vista a lo largo y a lo ancho. Aunque estaba advertido del peligro, por no dar la vuelta de dos horas a buscar la cabecera del zuro, hice meter la mula para hacerle tiros a unos venados. El animal empezó a saltar de acequia en acequia, hasta que se resistió a seguir, pronto hundió la mano en un barrial tan negro, pegajoso y oreado como la brea. Acostado sobre la barranquita logré desensillarla y empecé a darle látigo para que saliera. En vano. Y nadie a quien pedirle socorro, porque mis compañeros estaban muy lejos y la zanja me tapaba la mula. Comprendiendo que el animal podría quebrarse la mano me tiré al fondo y quedé hundido en el fango hasta las pantorrillas. Forcejeé más de media hora, presa de gran desesperación. Al fin escapé al peligro, pero los botines se quedaron sepultados para siempre. La mula quedó manca por algunos días, y yo descalzo por todo el tiempo de la permanencia en el llano.
Sólo después de haberse retirado de la casa ocho o más leguas, encuentra uno alguna madrina de ganado, que consta de 1.000 o más reses, a condición de que vaya a los dormitorios cuando esté amanecido. Para esto se pone uno en marcha a las de 3 de la mañana, después de haber tomado un tazón de café negro sin dulce. ¡Qué grata sensación la que se experimenta en la inmensidad, llena de aires tan frescos y tan perfumados, como un seno de virgen, en esa hora en qué aún late en el cielo la claridad de las estrellas cercanas y empieza a iniciarse el crepúsculo matutino, que riega a distancia un vapor rosado, flotante en la llanura como un reflejo levísimo de inciensos infinitos!.
El horizonte todo se ensangrienta y dura más de una hora despidiendo una semiluz atenuada, sobre la que va se ven cabecear las palmeras de lejanía. El corazón se ensancha con una especie de palpitación afanosa, y el ojo hipnotizado ve aparecer la curva del sol, que emerge de los pajonales, redondo, colosal y de color rojo vivo, y avanza hacia el viajero dando saltos enormes. De repente, después de tenerlo a cosa de treinta cuadras, se trepa al cielo y empieza su eterna gran pupila a iluminar los mundos recién despiertos.
Empero, si es verdad que el ganado es muy andariego, conviene saber si va de cuando en cuando a los corrales a comer la sal, que se le deja en grandes terrones sobre las piedras. Sólo los toros padres, de 60 a 80 arrobas de peso y de una bravura increíble, permanecen esquivos, y cuando llegan a los corrales en altas horas de la noche, e inmediatamente se traban en lucha y derriban las cercas y aran el suelo con las pezuñas, de manera que es necesario levantarse y hacer que los perros los pongan en fuga. La raza de estos toros es de “Cebú”, y cada ejemplar parece nacido de búfalo y elefante, tan grandes y fornidos son: Tienen una jiba colosal, hirsuta y movible, cuyos largos cadejos les caen a manera de crines y les prestan un aspecto de fiereza indómita nunca soñada. Uno de esos toros mató al hermano mayor de los Vásquez. Se le vino encima por entre un pajonal tupido, y con la cornamenta tan enorme como mis brazos lo engarzó por la quijada y lo desmontó del caballo, llevándolo en alto por sobre las marañas más de una milla.
Los toros padres nunca se dejan ver por las mañanas. Ventean al hombre a distancia, y se ocultan; es peligroso entrar en un pajonal en donde se hayan escondido. Uno puede andar por entre vacada, sin que hagan las reses la mayor muestra de hostilidad. Al contrario, se acercan olfateando. Pero desde que uno se desmonta, es hombre al agua porque todo el ganado se le viene encima, vacas, ternerillos y toretes. El tigre los acecha de tarde en los dormideros. Mata a un toro o ternerillo, e inmediatamente la vacada se pone en marcha acompasando su trote con bramidos lúgubres, alta la cola y el ojo avispado. Pero no se derrotan en desorden, sino que se alejan en grandes grupos, rodeadas por los toretes, en busca de la casa, a donde llegan en altas horas bramando y atropellándose hasta entrar al patio, a los corrales, a las enramadas, a los corredores, a la cocina, y es de ver cómo aquellos animales aterrorizados se olviden de atacarlo a uno aunque lo vean andar a pie a su alrededor. Inmediatamente que se siente el tropel del ganado que llega, se amarran los perros, y ya al amanecer van dos vaqueros a buscar el sitio en donde el tigre hizo presa. Es muy difícil ir al punto preciso porque la vaca cuya cría fue muerta, corre delante de los vaqueros dando bramidos y los conduce al lugar trágico en donde rondan mugiendo los grandes toros que se quedaron desafiando el peligro. ¡Cómo recordé mi soneto aquel en que pinto la lucha del toro y el tigre! Cómo se estremecían de júbilo los llaneros oyéndomelo recitar, y cómo se hacían cruces “porque uno pinta lo nunca visto”.
El tigre arrastra la presa hacia los zurales o hacia los montes. Come las asaduras de ella, y se retira a vigilarla, con la cabeza puesta sobre las manos, de manera que puede sentir a grandes distancias el ruido de las pisadas del que se acerca, ya sea el perro, o el toro, o el hombre porque el suelo le repite los pasos clara y distintamente. Los vaqueros corren mucho peligro cuando acuden a ver el daño, pero se contentan con ver el punto donde la res fue muerta, y allí ponen los perros, al otro día. Ya leerán algo sobre la cacería del tigre en el periódico que publique tan emocionante lucha. Les envío “La Patria Literaria” en donde cuento mi aventura con los zaínos en los montes del río Coca.
Los ríos del Llano son tan puros como el cristal, lentos y mudos. Las más variadas clases de peces se encuentran en sus remansos, y hay algún millar de cada especie en el más insignificante charquito. Vi el corpulento “Valetón” que llega a pesar hasta 21 arrobas, el “amarillo” no menos grande, la cachama.
Un bocachico común pesa hasta 12 libras y tiene la escama más plateada que los de nuestros ríos del Tolima. El yamuz, el caribe, el coporo, el pipón, el sable, el temblador, la cuchara, la zapusra, el ciego, la corunta, el bagre, el bagre sapo, el corroncho, el iris, el caro-caro, se ven pasar por debajo de las aguas y volteándose
Bajo el sol, sin temer al hombre, ni a las redes ni a nada, Las tortugas de todos tamaños se adormilan en los arenales vecinos, a pocos pasos de los caimanes enormes, negros y hediondos, de papada llena de arrugas, que se descuelgan a lo largo de la mandíbula, siempre abierta y voraz; es tan grande el número de estos saurios, que aun en el charco vecino a la casa, a cinco o seis metros de la cocina, salían a calentarse sobre la barranca, a pesar de que disparábamos desde el corredor sin errar el tiro. La pesca es una diversión casi nula, por la facilidad que tiene en los Llanos. Es emocionante ver que el valentón o el pintadillo prendan en el guaral, anzuelo tan grande como un gancho de romana, cuyo cable mide más de cincuenta metros y cuya carnada consiste en un atado de fique ensangrentado, o en un trapo cualquiera o en un bocachico regular, o en una naranja agria, tan grande como las totumas de tierra caliente. Prendido al que levante grandes oleadas y recorre el charco de norte a sur, subiendo los chorros y azotando las playas, mientras el pescado acompañado de cinco o seis hombres más le van dando cuerda por los arenales abajo, sin que sea raro que un pez tan crecido les quite el anzuelo o les voltee la canoa a los que entran a arponearlo cuando ya está rendido, en la orilla. Pescar con tacos de dinamita, es desperdiciar el pescado, pues se matan centenares, sin que uno resuelva coger más que una o dos cachamas; el pescado de mejor gusto que hay en Llano, cuyo peso, fluctúa entre una y dos arrobas. Todos los días se pesca, cuando no caen en el anzuelo algún Valentín si caen se cortan unas cuantas libras de la carne del lomo, y lo demás se deja a los caimanes y a las babillas o cachirros.
Por las playas vagan los chigüiros en manada de cincuenta o más. Estos puercos acuáticos son tan grandes como los cerdos comunes, y zambullen en los grandes charcos aunque se mantienen de pasto, gramas hojas y cogollos de pindo, frutas, lombrices. Es curioso ver la manada que avanza por un arenal sin hacer caso del tirador que lo fusila a pocos metros de distancia, aunque sabe que esos animales son de mal gusto y no comen su carne sino los perros. Un día que andábamos de a caballo hicimos embarcar una manada de más de ciento, que venían playa abajo. Los perros destriparon algunos, y mientras se quedaban devorándolos, aprovechamos la oportunidad para lanzar la partida a un charco profundo, en donde fue atacado por los caimanes. Que saltaban azotando la pesca sobre las aguas y dando ronquidos medrosos; pero fueron tan poco afortunados, los chigüiros se les fueron todos, pues sólo vimos que cogieron dos al salir a la orilla, y eso porque estaban mordidos por los perros y se habían desangrado mucho.
El 28 de enero, día siguiente al de la cacería de zaínos que hice yo solo en un monte por donde vagaba descalzo, maté dos dantas en una vega cercana a la casa, y sólo, llevamos una para sacar el cuero y un poco de carne. Ya estaba yo cansado de matar tantos animales a quemarropa, que llevaba a la casa para mostrarlos, pues bien sabía que se los echaban a los perros, después de despresarles los cuartos delanteros con cuero y todo. Hubo vez que llevara yo siete pavas muertas y dos paujiles enormes, quedaron en la cocina llenándose de hormigas, hasta por la noche, que los aprovechamos poniéndolos de carnada en los anzuelos. Hay razón en desperdiciar la caza, pues todo lo que se mata, aunque sale muy bien, se llena de gusanos a las pocas horas y entra en descomposición en menos de un día. Sin embargo a veces se come carne frita en aceite que se extrae de los huevos de las tortugas, o en aceite de seje o mil pesos. La comida consiste el plátano frito, verde y maduro, yuca cocida, pescado, huevos de tortuga, carne y café negro y cerrero. El almuerzo y el desayuno en nada se diferencian de la comida.
El 29 de enero convinimos en ir a cazar una tigra parida que hacía daños en el ganado a más de seis horas de la casa, y por motivos de haberse herido un perro de los mejores, la aplazamos para el lunes siguiente. A ese perro lo hirió un hojarasquín del monte, especie de oso hormiguero enorme, de los mismos que exhibieron en Bogotá. Alcanzado por el perro se puso en guardia y le abrió una oreja de un arañazo, pero eso no lo libró que otro perro le arrancara el guarguero de un mordisco y lo arrastrara varios metros mientras la jauría toda lo destripaba. El hojarasquín del monte abunda en los Llanos y se conoce con el nombre de oso pajizo.
Ese mismo día me dieron gusto en quemar una sabana y le prendimos fuego como a las 11 a. m. Qué cosa tan colosal, tan imponente y medrosa. El fuego en un llano de esos evoca el incendio de Roma, el de Numancia y todos los incendios más célebres de la tierra. Ya leerán la descripción que publicaré pronto. El fuego lo inunda todo y dura dos y tres meses quemando las sabanas intérminas, hasta que llega a la orilla de un río que lo detiene. Ha sucedido que las quemas de los Llanos de Achagua en Venezuela, han pasado a nuestro territorio y se han mantenido en su intensidad desde noviembre hasta abril, que es el tiempo de las lluvias, después de haber recorrido más de 800 leguas. A las 10 de la noche sentimos una tormenta extraña y un resplandor rojizo entraba hasta nuestras hamacas. ¡Levántese, que la candela se acerca! Fue el grito del mayordomo; desde el corredor veíamos un reflejo de sangre sobre el horizonte, y en menos de media hora pasó el fuego por frente de los corrales, prendiendo cuanto abarcaba la vista y con una rapidez tan vertiginosa que, aunque estábamos listos para no dejar prender las ramadas, el calor y el humo solos nos sacaron corriendo. A poco momento la candela huía hacia el Humea describiendo una línea de llamas que se perdía en la sombra trágica de la noche. Las llamaradas tienen hasta cincuenta metros de largo, media cuadra poco más o menos, y desprendidas del incendio vuela solas, adelantándose grandes trechos a incendiar las palmeras y los pajonales a la redonda. Pasaron por frente de la casa sin causar daño ninguno, gracias a que soplaban vientos contrarios. Montosita, el mayordomo, que tanto me quería, me dijo: acostémonos, doctor, que ya la candela no hará más que calentar a los muertos que están enterrados, junto a la corraleja. Y se puso a mostrarme los sitios donde años atrás abrieron sepulturas, y dijo: ¡Dios y María me libren de quedar enterrao pues aquí no hay quien le rece a uno ni un padrenuestro! ¡Mi pobrecito nunca imaginaba que al otro día nos tocaría enterrarlo en el mismo punto!
Porque al otro día, a las seis de la mañana se nos ahogó Montoya, en un charco vecino a la casa. Después de tirar el taco de dinamita a las cachamas en su remanso, mientras los dos muchachos que lo acompañaban cogían las que iban saliendo a flote, cayó el pobre Montoya al agua, y, probablemente paralizado por temblador, que es un pez eléctrico que inmoviliza cuanto toca, se hundió en el charco cristalino y silente, y sin dar un grito; corrieron los muchachos a ver que había sucedido, y sólo vieron los cabellos del ahogado que se movían bajo las corrientes, mientras el cadáver se encallaba en unos guaduales. ¡De allí le saqué yo, cuatro horas después cuando los pescadores corrieron a buscarme a las sabanas para darnos la triste noticia! Si yo hubiera estado presente, nunca se hubiera ahogado el pobre Montoya. Ni me hubiera tocado extraerlo del fondo y llevarlo en peso a la casa para tenderlo en la salita, sobre un banco de carpintería, a cuya cabecera prendimos una lámpara de petróleo, mientras los dos muchachos cavaban la sepultura llorando, fuera de los corrales, en el mismo sitio en el que la noche anterior se había estremecido ante la idea de quedar enterrado, sin que nadie le rezara ni un padrenuestro. ¡Pero yo sí recé por el pobre muerto!
Al otro día emprendí marcha a Villavicencio, y solo, cargado de penas mientras triste, con miedo de perderme en unas inmensidades, sin poder olvidarme del ahogado, a quien recordaba ya cuando me llevaba el café cerrero a la hamaca, ya cuando se echaba a corretear los venados que yo rendía; y lo veía también tendido sobre el banco tosco, con los ojos abiertos por el espanto de la muerte, el bigote desarreglado y la boca contraída en una mueca de desesperación. Todavía creía sentir en mi epidermis el roce de la carne del muerto cuando rebullido bajo las aguas translúcidas lo agarré del pelo y de la cintura, y después cuando sobre el arenal lo comprimía con mis rodillas para hacerle arrojar el agua, en la esperanza de que aún pudiera hacerlo vivir. Y sobre todo me perseguía el recuerdo de que ya al descenderlo al hoyo, cayó de medio lado, por lo que bajé a enderezarlo y a taparle la cara con mi pañuelo para que no se le llenara de tierra, y me alejé con los ojos llorosos para no verlo.
Como ya los tendré cansados de esta carta, suspendo la relación de mis aventuras…acuérdense de este amigo que los abraza, no sin pedirles excusas por lo mal zurcido de estas líneas, que han sido estampadas al correr de la máquina, sin orden, ni cuidado ni pulimento.
Atentamente
TACHO
EL SEÑOR PABLO V. GÓMEZ, SE IDENTIFICA CON LAS VIVENCIAS DE ALGUNOS DE LOS PERSONAJES DE LA VORÁGINE, POR ESO, ESCRIBE UNA CARTA A EL TIEMPO, PUBLICADA EL 30 DE SEPTIEMBRE DE 1925 CUYO DESTINATARIO ES JOSÉ EUSTASIO RIVERA.
San Vicente (S), agosto 3 de 1925.
José Eustasio Rivera, Bogotá.
Señor de todo mi aprecio:
Acabo de la leer La Vorágine. Conozco la mayor parte de los lugares citados en ella y conocí personalmente (a) varios de sus actores que como Arana, Pezil, Cardozo y Alburqueque, fueron mis amigos y relacionados.
Yo fui peón del llano en Casanare, cauchero en el Casiquiare, capitán de buque en el Riónegro, militar en el Acre y comerciante en Manaos, el Yaraví, El Vaupés y otros muchos ríos.
¿Quién, pues, con más títulos que yo, puede dar a usted el voto de admiración que se merece por su admirable novela? Ella me hizo volver a vivir, con la vida del recuerdo, esos tres años de intenso salvajismo que llevé en correría vagabunda y aventurera por las selvas de Colombia, Venezuela y el Brasil.
No sé si será pretensión mía, pero le confieso que, leyendo La Vorágine, me he figurado, en algunas de sus escenas, retratado en su protagonista Cova. ¿Acaso en su viaje al Ríonegro no oyó usted hablar del coronel Gómez, de quien decía el gobernador, general Fandeo, por el terror que le inspiraba, que al conocerlo lo saludaría con la boca de su revólver?
Cuando Cova le cruza la cara al petardo Lesmes con su látigo, se me revela el hombre ideal; pero vejado y humillado infeliz y cobardemente por el Cayeno, cae por tierra desde la cumbre a donde mi imaginación le había levantado por impulsivo y valiente.
Usted no quiso mancharle a Cova las manos con sangre; les dejó esa misión a los caribes, pero ¿acaso ignora usted que el músculo que se distiende llevando la cuchilla que ha de rasgar la entraña acanallada no (sic.) merece la glorificación? ¡Cuánto mejor, cuánto más bello que, antes de recibir Cova el primer ultraje del Cayeno, una facada oportuna hubiera sido la vengadora de tantos crímenes! Yo veo aquí el único lunar de su vigorosa obra. Lo demás todo es belleza, originalidad, fuerza y, sobre todo, una maravillosa realidad, pintada por la más exquisita dicción.
Créame siempre como su muy adicto admirador.
Pablo V. Gómez.
Tomado de Eduardo Neale Silva. Horizonte Humano. Fondo de Cultura Económica, 1960. p.300.
“LA VORÁGINE”.
Por: Guillermo Manrique Terán
¿Acaso existe entre nosotros el libro genuinamente americano, el libro terrígena, el libro de la Selva virgen, que dijera Kipling, en toda su fabulosa magnificencia tropical?
El estro sanguíneo de José Eustasio Rivera que supo erigir bellas audacias escultóricas en Tierra de Promisión, como preludio de futuros esfuerzos plásticos, nos ofrece en esta hora – quizás propicia como ninguna – La Vorágine, su obra en prosa de mayor intensidad dramática y humana, de viril y violento significado patriótico, de honda emoción pavorosa y trágica transmitida con algo de voluptuosidad primitiva y dañina al espíritu del lector.
Muchos han hablado del Desierto con amorosa delicuescencia de espectadores sensitivos; el mismo Rivera lo ha hecho en sonetos de mágica agudeza histórica, y el Desierto que él nos ofrecía era el de un paisaje abierto, esplendoroso y fecundo como la tierra de Canaán, hecho para el triunfo de libertos arrogantes y para la dulce pereza feraz de los horizontes sin término. Pero Rivera recataba en el fondo de su corazón de poeta un Desierto lleno de pavura insondable y de alucinaciones lúgubres. Dios sabe – el buen Dios nunca esquivo a las inspiraciones másculas – si el bardo de Tierra de Promisión hizo, con algo de sugerente coquetería, acendrar la miel optimista de sus primeras estrofas para prepararnos a recibir el juego fatídico de una verdad más humana, entrevista y juzgada al través de su temperamento impetuoso y rudo que sabe como ninguno, porque los ha vivido con algo de musculosa avidez, de los secretos inexpugnables y dolientes de la selva que nos circunda. Y de esa experiencia juvenil, apasionada y espontánea como una odisea de joven argonauta, ha surgido este nuevo libro calcinado por un soplo de piedad y de tragedia.
La vorágine podría ser calificada en su género dentro las normas de cierta literatura internacional gauchesca o venezolana, tratada por plumas ácidas, penetradas de esa terrible obstinación vindicativa que en Pocaterra, en Pío Gil o en Blanco Fombona ha producido tan estupendos ejemplares de ferocidad corrosiva. Más intentaríamos afirmar que la obra de Rivera difiere de sus similares por cierto candor recóndito del narrador, por cierta dureza instintiva de procedimiento y por esa extraña condición pictórica que da un relieve peculiar, no siempre del más puro sabor artístico, pero de una robustez inconfundible a su expresión de explorador orgulloso, enamorado de la temeridad y del riesgo, que ha sabido llegar sin reato a los más hondos y furtivos aspectos de la naturaleza selvática.
Parécenos inverosímil que en Colombia, al margen de una civilización cívica más o menos durable, al amparo no ya nominal sino efectivo de una legislación libertaria que aspira a dominar todos los ámbitos territoriales, discurra aún el fantasma de la esclavitud sin remedio, y un abominable ejercicio de abyección sobre los humildes ciudadanos del desierto que son, a estas horas de la tan sonada independencia económica y social, presa angustiada del canibalismo traficante en las regiones amazónicas. Es tropezado siempre en nuestros bellos y feroces países meridionales de América contra el dominio ancestral de los cabecillas autónomos y de los atezados tiranuelos; pero no lo es menos que una acción perentoria de piedad humanitaria, de pudor continental - si es permitida la expresión – obliga y compromete a Colombia en sentido de extremar su solicitud en pro de sus propios hijos escarnecidos por la codicia monstruosa y anónima en nombre de la Ley de la Selva primitiva.
A los oídos musicalmente sordos de una capital que aspira a segar lauros tradicionales de justicia y de benevolencia golpean en veces como apagados clamarores de la oscura lejanía las nuevas siniestras de lo que acontece en aquel espeso laberinto fluvial, lleno de asechanzas dantescas, que nos describe La Vorágine. Pero la amable ciudad oficial se adormece de nuevo en sus idilios políticos o literarios y parece olvidar que a pocas leguas de su corte festiva da comienzo el drama secular, monótono, inacabable en su fúnebre desarrollo que no terminará sino el día en que las fuerzas unánimes del país se concentren, en movimiento de conservación nacional, hacia esas regiones devoradoras donde los hombres febriles sueñan, trabajan y mueren estoicamente pensando en una patria tan distante como imprecisa. El libro de Rivera, libro de retaliación, memorial de agravios patrióticos es un noble ademán hacia la reconquista de “la libertad de los libres“. La complexión poética de Rivera, su misma afición temperamental a ciertos ejercicios violentos de vida inquieta y de exploración caudalosa no admiten el juzgar su único libro en prosa bajo el aspecto cadencioso y delicado de lo que un entomólogo literario pudiera apellidar la mariposa del estilo. La expansión máxima, algo bárbara, del escenario en que actúa el numen del poeta bajo los soles del desierto no se compadece con las exquisiteces mórbidas de nuestra sutileza ateniense. Quizá Rivera haya culminado líricamente más alto en el furiosos estallido de sus sonetos de promisión; más es preciso observar que quien ha escrito La Vorágine, libro sin domesticidades urbanas ni atusadas actitudes académicas, es un domador amoroso de esa vida rotunda, cuadrilátera, peligrosa y llena de apocalíptica tristeza ante la cual Shakespeare hubiera podido completar su pensamiento Such is life in the tropic.
Revista Cromos, diciembre 6 de 1924.
UNA VISIÓN DE RAFAEL GUTIÉRREZ GIRARDOT SOBRE JOSÉ EUSTASIO RIVERA
LOCUS TERRIBILIS
El mismo año en que Cuervo Márquez publicó La selva oscura, en París, apareció La Vorágine de José Eustasio Rivera (1888 – 1928). Celebrada por sus descripciones de la naturaleza bárbara, por la denuncia de la explotación de los caucheros, la historiografía literaria la ha considerado unánimemente y con terca rutina como “novela de la tierra “, como “ la primera novela específicamente americana “, y ha asegurado que su publicación “ anunció el advenimiento de una literatura de verdad nuestra “1. En medio de tan constante euforia – llena de muchas reservas -2 se olvidó tener en cuenta la tradición de la que surge la novela, es decir, el horizonte histórico-social y cultural de Colombia durante el primer cuarto del presente siglo 3. En contra de las interpretaciones “terrígenas “, Jean Franco ha observado que a La vorágine “se le puede considerar de diversas maneras: como una alegoría romántica, como la visión terrorífica de la barbarie de su país de un intelectual de la ciudad, como una novela de protesta” 4. La vorágine es, de hecho, las tres cosas que indica Jean Franco. Y su valor literario consiste principalmente en la complejidad con la que se entrelazan entre estos tres estratos otros elementos, constituyendo un mundo novelístico cerrado en el que nada sobra, porque todo tiene su función propia. En cuanto “alegoría romántica”, la novela narra un viaje que se ha asociado al de Dante, aunque el topos del viaje es un elemento esencial de la novela europea contemporánea a la de Rivera y como en ella, en la de Rivera tiene la significación de una fuga 5. El viaje de Arturo Cova – que en numerosos detalles recuerda el itinerario de Santiago Pérez Triana en De Bogotá al Atlántico (1897) – 6 lo conduce de la ciudad a la selva, pero las estaciones que sigue pueden considerarse como los pasos que, en la medida en que va avanzando, lo alejan del idilio o locus amoenus (las descripciones de la naturaleza en la primera parte) hasta acercarlo y hundirlo en el infierno, la inversión del locus amoenus, en el locus terribilis. El viajero fugitivo es poeta y sus valoraciones (que se traslucen en las descripciones de la naturaleza de la primera parte) corresponden a las de la sociedad tradicional con rasgos pequeño-burgueses (su hidalguía, su ideal hogareño). Pero ese poeta romántico, como se suele designar a Cova con un concepto simplificado de romanticismo, toma conciencia de que la realidad a la que lo lanzó su fuga es lo contrario de lo que él había conocido. En el viaje conoce la realidad histórica: la arbitrariedad, la ley del más fuerte (la suspensión de la ley) que presencia Cova en los llanos es la forma extrema y brutal del homo homini lupus del liberalismo clásico. Por lo demás, esa forma fue el sustrato sobre el que se sostenía la sociedad colombiana desde el siglo XIX y que se puso de manifiesto en la Guerra de los Mil Días. Mezclada con la intransigencia clerical y el dominio señorial, esa forma determinó la República conservadora, por paradójico que parezca.
Cifra alegórica de la violencia que latía en la vida social colombiana, La vorágine la hizo consciente en un lenguaje que correspondía a las bellas y señoriales apariencias tras las que la violencia se ocultaba: el del poeta de estirpe romántica con su nostalgia de la muerte, su fatalismo ante el destino, su gozo en el fracaso, su vanidad y valiente hidalguía, su presencia de ánimo, y su egoísmo fachendoso. Investigaciones muy detalladamente positivistas (las de Eduardo Neale – Silva) han descubierto que la figura de Arturo Cova tuvo como modelo a Luís Franco Zapata, quien “dio a Rivera innumerables pormenores sobre la trágica existencia de la selva y los siringales…”y sobre” muchos de los personajes que incorporó Rivera a sus páginas“ 7. De modelo de Cova hubieran servido igualmente al escritor imaginativo que era Rivera un Clímaco Soto Borda o un Julio Flórez, o el que sirvió de modelo al Gustavo de Rosalba, o alguno de los personajes de las novelas de Cuervo Márquez. Cova no necesitaba de un modelo especial: era un estereotipo social. Eficazmente dibujado por Rivera, éste le agregó una dimensión: la vida interior. El que Cova no le resultó tan diferenciado interiormente como un personaje de Proust – tal parece ser la medida con la que se juzga a los personajes de Rivera, tácita o expresamente – no se debe a la incapacidad de Rivera, sino al hecho de que el modelo real no era más que un estereotipo. La conjunción de estos estereotipos con la sociedad en que éstos vivían, que estos modelaban y eran a su vez modelados por ella, explica en parte por qué una ilustración alegórica de la situación y de su complejidad sólo podía lograrse literariamente mediante el recurso al topos terribilis. Se había engendrado en la República conservadora, lo había irrigado con indecisa mano hipócrita la República liberal. Era apenas natural que floreciera agresivamente con todos sus terrores en la Cristolandia de Laureano Gómez.
Tomado de “La vorágine: Textos críticos. Compilación de Monserrat Ordoñez Vila. Alianza Editorial, 1987.
NOTAS
1. Antonio curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia (Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, XI, Bogotá, 1957), p. 205.
2. Un resumen de todos los lugares comunes, de los elogios condicionados y de las reservas llenas de elogios, lo ha hecho con destreza escolar Juan Loveluck, en su prólogo a la ed. De la obra para la Biblioteca Ayacacucho (Caracas, 1976).
3. Con esto no se quiere decir que cada país tiene una historia literaria nacional tan específica que se diferencia de las demás del continente. Con esto se quiere decir simplemente que el estudio de un autor de cualquier nación latinoamericana presupone un detallado conocimiento de su horizonte social y cultural. Sólo ese conocimiento permite situarlo adecuadamente dentro del marco evolutivo común de la sociedad y la literatura latinoamericana y ponerlo en referencia con las letras europeas.
4. Jean Franco, The Modern Cultura of Latin America, Siciet and the Artis, (Penguin Books, 2 1970) p. 100. Punto de vista semejante sostiene Peter G. Earle, Camino oscuro: la novela hispanoamericana contemporánea (Antología), México, UNAM, 1973), pp 76 y ss.
5. Comp. Wolfgang Reif, Zivilisationsflucht und literarische Wunschraeume, (Stuttgart, Metzlersche Verlagsbuchandlung, 1975).
6. A este antecedente alude Antonio Curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia, (Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1957, p 207. Comp. El prólogo de Hernando Téllez a la edición del libro de Pérez Triana, De Bogotá al Atlántico, (Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942), cuyos juicios críticos y elogios sobre Pérez Triana coinciden con los que se han hecho a La vorágine.
7. Cit. Por Juan Loveluck, en el prólogo a la ed. De la Biblioteca Ayacacucho, (Caracas, 1976), p. 24. Para ser consecuente con el método vulgar-positivista norteamericano de Neale-Silva, sería necesario comprobar, de alguna manera, en qué lugar preciso de los llanos estaban situadas las densas regiones que inspiraron las primeras páginas de la segunda parte y explicar por qué tienen voces y por qué son multísonas. Para la historia el resultado sería prometedor y sorprendente: el descubrimiento de que Rivera fue un historiador, un botánico, un zoólogo, sociólogo, antropólogo y ganadero que legó sus observaciones en un lenguaje muy inexacto, parecido al que usa la literatura.
8.
JOSÉ EUSTASIO RIVERA SALAS. Nació el 19 de febrero de 1888, en la antigua calle de El Chorro, más tarde, calle del Camellón de los Almendros, hoy calle 8, entre carreras 7° y 8°, donde quedan actualmente las instalaciones del DAS, en la ciudad de Neiva. En vísperas de cumplir los 18 años, ingresó a la Escuela Normal de los Hermanos Cristianos, en donde cursó estudios ininterrumpidos hasta 1909. Participó, con Víctor Mallarino y Diego Fallón en las luchas políticas del 13 de marzo de 1909. Entre 1909 y 1911 trabajó en Ibagué como Inspector Escolar. Volvió a Bogotá y de 1912 a 1916 cursó su carrera de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional. El 3 de marzo de 1917 se graduó de abogado con la tesis “Liquidación de las herencias”. En 1917 tuvo el primer fracaso político al ser objetado su nombre para la Cámara de Representantes por Monseñor Esteban Rojas.
De abril de 1918 a febrero de 1920, vivió en los llanos. En enero de 1921 publicó su libro “Tierra de Promisión”, un poemario de 55 sonetos, dividido en tres partes: la selva, las cumbres o montañas y el llano. En 1921 enfermó en Purificación, fue trasladado a Girardot y después a Neiva. Ese mismo año formó parte de la misión diplomática que viajó a Perú, México y Estados Unidos a la celebración de las fiestas del centenario de la independencia. A su regreso, adelantó la gran polémica con Eduardo Castillo, Atahualpa Pizarro y Américo Mármol, seudónimos de Manuel Antonio Bonilla. De 1922 a 1923 hizo parte de la comisión que habría de trazar los límites en la frontera Colombo–venezolana.
El 6 de noviembre de 1923 es posesionado como suplente de su tío, Pedro Rivera, en la Cámara de Representantes.
Rivera empezó a escribir La Vorágine el 21 de abril de 1922 y terminó de hacerla dos años después, el 22 de abril de 1924, en Neiva.
El 25 de noviembre de 1924 sale al mercado La Vorágine. En la última semana de abril de 1928 Rivera partió para New York donde murió el 1 de diciembre, sin que se conozcan hasta ahora con certeza las causas de su deceso. Estaba trabajando en una segunda novela que llevaría por título: La mancha negra.
jueves, 18 de diciembre de 2008
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